Análisis y reflexiones de un caminante
Plácido Díez
“LENTAMENTE. Del otro lado. Yo apenas podía ahora oír tu voz.
EN MIS OJOS se agolpa repentina la luz. Como si tú, de pronto, volvieras a la vida.
SABÍAS que sólo al fin sabía yo tu nombre. No el que te perteneciera, sino el otro nombre, el más secreto, aquél al que aún pertenecías tú.
EN EL ESPEJO se borró tu imagen. No te veía cuando me miraba.
YO CREÍA QUE SABÍA un nombre tuyo para hacerte venir. No sé o no lo encuentro. Soy yo quien está muerto y ha olvidado, me digo, tu secreto.
ME PARECÍA AHORA como si quedase en suspenso el amor. Y no era eso. Tan sólo tú no volverías nunca.
NI LA PALABRA ni el silencio. Nada pudo servirme para que tú vinieras.
CUERPO DE un desconocido. Levantamiento de tu cuerpo en el atardecer anónimo. Ya no quedaba en ti señal alguna que te hiciera nuestro.
Y TU ¿de qué lado de mi alma estabas, alma, que no me socorrías?”
“No amanece el cantor”, José Ángel Valente
El poeta de la generación de los 50, atrapado por la desnudez y la luz del paisaje almeriense, por el sufismo, la rama mística de los Islam que integra influencias del cristianismo viejo, del budismo y del hinduismo, y por las sugerencias de su amigo Juan Goytisolo, con el que compartía la pasión por tender puentes entre Occidente y Oriente, escribió esta prosa poética para intentar comunicarse con su hijo Antonio que, en 1989, falleció a los 32 años por una sobredosis en Ginebra, donde José Ángel Valente trabajaba como funcionario de las Naciones Unidas.
Son unos versos que nos conectan con el dolor de Patricia Ramírez y Ángel Cruz, los padres de Gabriel, “que está ya con sus peces y la bruja mala del cuento ya no existe”, padres que no estaban preparados para despedir a un hijo, nadie lo está, como dijo el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, pero, sobreponiéndose a uno de los golpes más demoledores que te puede dar la vida, con tu hijo se va una parte esencial de tu vida y se queda para siempre el vacío de la ausencia, están apartando el rencor, en un ambiente extremadamente ruidoso dominado por los impulsos y la intolerancia, para transmitir serenidad, paz y sentimientos buenos, mientras se dejan abrazar por el calor de la gente para anestesiar su devastador dolor. Una valiosísima lección de humanidad en medio de la crispación y del estallido emocional de un país bronco y extraviado en los debates públicos.
A Dolores, a mí y a nuestra hija Sabina, lo que están sufriendo Patricia y Ángel, también Zoido que perdió un hijo adolescente en un accidente de tráfico, (el nuestro, David, también era adolescente cuando murió atropellado, pronto hará 16 años, los mismos que tenía cuando se le apagó la luz), nos está haciendo que volvamos a andar el camino del aprendizaje para convivir con la pérdida de un hijo:
el aturdimiento, la incredulidad y la rabia iniciales, los desesperados intentos de comunicarnos con él, de mantenerlo vivo tocando y oliendo sus prendas y sus cosas, el riesgo de aislamiento y depresión, la terapéutica compañía y afecto de familiares y amigos, el profundísimo silencio de la casa, la piña de los tres gracias a la brújula emocional de la madre y, poco a poco, solo con el paso del tiempo y muchas lágrimas y puñetazos al aire, se va desbrozando el sendero para canalizar en un sentido constructivo la rabia y la desolación, para profundizar en la compasión y en el apoyo a los demás.
Como Valente nosotros también nos enamoramos en la década de los 80 de la Almería de Patricia, de Ángel y de Gabriel, y en particular del Parque Natural Níjar-Cabo de Gata, de la luz, de las puestas de sol, de los vientos de poniente y de levante, de la aridez, de las aguas transparentes donde juegas con los pececitos en la misma orilla de la playa, de las puestas de sol con un mar del color de las ágatas, de las comidas y cenas concurridas de familiares y amigos en la playa, de las sardinas asadas en la playa, las moragas, de la posidonia, de los ruinosos cortijos como el lorquiano “Cortijo del Fraile” de “Bodas de sangre”, de la autarquía franquista del oro de Rodalquilar, de los palmitos, de las pitas, de las chumberas, del rodaje de “Lawrence de Arabia” y de “Las aventuras del barón de Munchausen”, de los poblados del Oeste, de los “spaghetii-western” de Sergio Leone, de la iglesia mejicana, de las salinas y la cabaña de madera donde veían cine los salineros, del familiar “Strawberry fields forever”, “vivir es fácil con los ojos cerrados”, que compuso Lennon en 1966 en Almería mientras rodaba “Cómo gané la guerra” de Richard Lester, (y que más de una vez compartimos a través de las ventanillas abiertas del coche cuando ya llegamos a La Almadraba de Monteleva, en la recta colindante con el mar y las minas de sal), de los flamencos, de los galanes, la gamba roja, los calamares y el cazón, de las jarapas, de los manantiales de la sierra de Filabres-Alhamilla, de los aljibes, de los volcanes, de la lava, de las torres de vigilancia de los piratas berberiscos, del faro y el mirador de Vela Blanca, de la playa de los Muertos, de los Genoveses, el Barronal, Mónsul, Media Luna y Cala Carbón, estas cinco últimas se salvaron de la especulación porque la dueña latifundista de aquellos terrenos aguantó sin vender a los promotores porque quería despertarse cada mañana viendo el mar, de la bahía de la Isleta del Moro, de las Negras con la leyenda del naufragio que dejó viudas a todas las mujeres de la pedanía, de la cala de San Pedro, uno de los últimos asentamientos hippies del Mediterráneo, de las Hortichuelas bajas y altas, con su “Cortijo subacuático”, una escuela de buceo que anima la pedanía durante el verano, el rincón en el que tan feliz fue Gabriel, del feroz pulso entre el plástico y el parque natural, de los magrebíes y subsaharianos en bicicleta al anochecer por los estrechos arcenes, de los asentamientos infrahumanos, del flamenco a la luz de la luna acunado por las olas del mar que siempre evoca a Tomatito, del atardecer en el café de “La Loma” contemplando la bahía de la Isleta y de los Escullos, del marciano bar de Jo en medio de la nada bajo el deslumbrante techo estrellado, de ese sentimiento interior, de esa espiritualidad, que te hace sentir en un paraíso diferente.
Níjar es un municipio de menos de 30.000 habitantes, más de la mitad de ellos residentes en las barriadas agrícolas de Campohermoso y San Isidro, que mantiene más de 600 kilómetros cuadrados de extensión, incluída la mayor parte del Parque Natural “Níjar-Cabo de Gata” declarado como tal en 1987.
Hasta allí nos atrajo a principios de los 80 “Campos de Níjar”, el libro de viajes de Juan Goytisolo, el mismo autor que sedujo a Valente que habiendo nacido en Orense, de padre republicano humillado por los vencedores de la guerra civil, huyó a Oxford a dar clases, se hizo funcionario de Naciones Unidas trabajando en París y Ginebra, y finalmente abrió residencia durante 15 años en Almería, el alfa y el omega, en una vivienda en el entorno de la Alcazaba y del barrio de “La Chanca”.
Curiosamente, una de las primeras obras del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, y Premio Nacional de Poesía, el cuento titulado “El uniforme del general”, está ambientado en Fiñana, en la comarca almeriense de los Filabres-Tabernas donde un grupo de anarquistas, durante los años de la II República, representaron una parodia vistiéndose con el uniforme del general Saliquet, uniforme que estaba en el cortijo que habían ocupado y que era propiedad de la familia del militar. Denunciados, acabarían todos fusilados.
La conexión espiritual de Valente con el territorio que durante el califato de Córdoba fuera referencia de los sufíes españoles, especialmente Pechina porque Almería entonces solo era el puerto y la Alcazaba, ya existía sumergida cuando, estando en Canarias en 1972, escribió ese cuento que le acarrearía un consejo de guerra y un juicio en rebeldía.
En 1992, cuatro años después de la muerte por sobredosis de su hijo Antonio, el poeta escribiría:
“Ahora ya sé que ambos tuvimos una infancia común o compartida porque hemos muerto juntos y me mueve el deseo de ir hasta el lugar donde estés para depositar junto a las tuyas, como flores tardías, mis cenizas”.
Antonio fue incinerado en el cementerio de San Francisco de Orense y con las suyas se reencontrarían las cenizas de su padre ocho años después de escribir estos versos. El regreso a la Ítaca que le asfixió para reencontrarse con sus orígenes y con los suyos.
No sé por qué pero viendo estos días las fotos del gran fotógrafo y periodista que es Chema Artero y pensando en Gabriel, en Patricia y en Ángel, con esos cuerpos tan menudos, tan sufridos, tan escurridos y a la vez tan increíblemente cargados de energía, tan almerienses, me he acordado de José Ángel Valente, del poeta que tanto se inspiró en San Juan de la Cruz, y a través de él he querido trasladarles mi solidaridad, mi cercanía y el afecto compartidos con Dolores y Sabina, que algo conocemos de ese infierno.