La primera vez ocurrió en otoño de 1998 tras 14 años de trabajo en otro diario. Entonces, la escasa sensibilidad de su director y su redactor jefe permitió que abandonase el puesto que le había permitido hacer dos de las mejores coberturas de la historia de aquel medio: la guerra de Bosnia-Herzegovina y la corresponsalía del África de las crisis humanitarias y las guerras abiertas que duraban semanas en las portadas de los medios de comunicación.
Cuando le digan que la culpa de toda la insesatez que embadurna desde hace años el oficio de contar la tiene la crisis económica, levántense y protesten porque es una gran mentira. Cuando escuchen que un medio de comunicación está obligado a deshacerse de sus mejores periodistas por motivos económicos no se lo crean porque es otra gran mentira.
Porque si fuera así ocurriría con todos y no solo con los más críticos. De hecho, la inmensa mayoría de los medios aprovechan las reducciones de plantillas para expulsar a los menos pusilánimes. Podríamos decir que algunos directivos (por qué será que suelen coincidir con los más mediocres) utilizan el hacha para cortar las cabezas más indomables e independientes cuando se les presenta la menor oportunidad. De hecho, nunca falta el dinero para promocionar a personas sin talento que escriben basura teledirigida en función de los intereses inmediatos y mediáticos y los cambios estratégicos de los propietarios.
Alfonso Armada llegó a su último diario tras una propuesta muy interesante realizada por una de las voces autorizadas del consejo de administración y se hizo cargo de la corresponsalía de la ONU en Nueva York y también de temas culturales y sociales en una de las ciudades más atractivas del mundo. Durante seis años realizó magníficas crónicas y reportajes en todo Estados Unidos. Tras su regreso a Madrid fue nombrado responsable del máster del diario y fue capaz de transmitir su entusiasmo por el periodismo a varias generaciones de futuros asalariados. Tuvo las agallas de invitar al máster a periodistas incómodos en aras de mejorar el nivel de sus alumnos. También ha ejercido durante dos años como director del suplemento cultural.
A su edad, camino de los 60 años que cumple en setiembre, estaba preparado para realizar grandes faenas periodísticas y dar muchas alegrías a su diario en los próximos años. Algunos responsables han intentado evitar su expulsión, pero sus gestiones han resultado infructuosas. A algunos directivos no les gustan las voces disonantes en las redacciones.
Conocí a Alfonso Armada un sábado de 1992, exactamente el 29 de agosto, día de mi cumpleaños. Aquel día decidí celebrarlo en Sarajevo, sitiada durante meses por los radicales serbios. Poco antes de cenar se me acercó con gran amabilidad. Recuerdo sus cariñosas palabras como si aquel primer encuentro se hubiera producido hoy: “Tenía muchas ganas de conocerte. Tus crónicas publicadas en mi diario me han gustado mucho”. Lo primero que pensé, después de darle las gracias, fue: “¿Qué hace un chico como tú en un lugar como este?”. No daba el pego como corresponsal de guerra. Aún más, parecía que su aparente fragilidad le podía dar un susto en cualquier momento en aquella antesala del infierno.
Pronto descubrí que estaba ante un alma gemela. Su capacidad de trabajo era ilimitada. Yo trabajaba a destajo porque no tenía salario fijo y necesitaba recuperar el dinero invertido en las coberturas. Él trabajaba sin parar un minuto porque le encantaba su oficio y no estaba dispuesto a decepcionar a quienes le habían dado la oportunidad de viajar al corazón de las tinieblas balcánicas.
Como no le gustaba beber, fumar, colocarse o jugar a las cartas (creo que estos “defectos” le acabaron perjudicando unos años después cuando los jefecillos se aliaron para empujarle al diario de la competencia), dedicaba todo el día (que en Armada significa 20 horas diarias porque solo duerme cuatro de media) a hacer lo que mejor sabía: escribir como los ángeles. Escribir como pocos. Escribir como nadie.
Era su primera guerra pero dejó a la redacción sin palabras. Subió tanto el listón de la calidad en un periódico que todavía creía en la excelencia que obligó a sus compañeros a esforzarse y multiplicarse en las coberturas posteriores. Conozco a decenas de periodistas sensacionales. Creo que he viajado con los mejores. Algunos son insustituibles. Pero ninguno ha llegado al nivel de Alfonso Armada. Llegó a publicar el mismo día memorables crónicas y reportajes en tres secciones distintas del diario (Internacional, Sociedad y Cultura). Su primera y magnífica cobertura en la mítica Sarajevo provocó los celos de algunos compañeros. En aquellos años escuché algunos comentarios de desalmados que viven del lenguaje envidioso o del puro cuento chino que no quiero repetir por puro hastío. Y sé que los comentarios desafortunados le llegaron a Alfonso Armada. Ya sabemos que los correveidiles no faltan en este oficio.
En el invierno de 1994 fue nombrado el encargado de los temas africanos en un diario donde el director hablaba de “otra vez tus putos negros” cuando se ofrecía para cubrir una crisis africana o descartaba una cobertura porque el lugar “está demasiado lejos y cuando llegues ya habrá terminado”. Aunque su suerte fue implicarse en África con la crisis más horrible: el genocidio de Ruanda. El desastre que abrió todos los informativos durante días y semanas.
Nunca ha olvidado cómo su redactor jefe de entonces, un hombre que todavía es recordado por su sensibilidad y educación a pesar de llevar muchos años jubilado, le acompañó hasta la puerta del diario “una soleada mañana de abril”, para darle un abrazo, desearle suerte y, con perspicacia periodística (que no destacaba en otras personas del organigrama), referirle que “esta historia puede llegar a ser tan importante como la de Biafra”. Como así fue.
Igual que los clubes de fútbol aprovechan a sus grandes figuras para hacerles contratos indefinidos, los medios de comunicación deberían hacer lo mismo con sus mejores periodistas (suele ocurrir pero solo con los especialistas en borreguismo). De ser así, Alfonso Armada nunca hubiera abandonado aquel barco periodístico porque su cobertura fue única, tan sobresaliente que cuesta trabajo encontrar algo comparable en el periodismo español y europeo.
Tuve la suerte de acompañarle en varias de sus coberturas africanas de los siguientes años a países especialmente violentos como Zaire, Ruanda, Burundi, Somalia, Sudán, Liberia, Kenia. Se tomó tan en serio su trabajo que su casa se fue llenando de libros, revistas y dosieres africanos hasta acumular, en apenas cinco años, una auténtica biblioteca especializada. No me queda la menor duda de que si se hubiera quedado en aquel diario, hoy sería el mejor especialista de España y, si me apuran, del mundo en temas africanos.
Creo que fui uno de los pocos que intentó convencerle de que se quedara en el diario cuando le ofrecieron la posibilidad de ser fichado por la competencia para irse a Nueva York. Intentó negociar con su director un estatus especial que era fácilmente asumible en unos años de bonanza económica que permitía ganar auténticas burradas en el periodismo español.
Quería dedicarse en exclusiva a la cobertura de África y sus exigencias eran mínimas: que el diario dedicara un presupuesto para media docena de viajes al año y así no tener que depender de los viajes organizados por ONG (algo que violaba el libro de estilo que prohibía que se aceptase el pago de cualquier gasto de un viaje) y que fuese nombrado jefe de sección para seguir cobrando una cantidad similar a la que tenía con la suma de los turnos nocturnos y las guardias de fines de semana. Sé que se hubiera conformado con menos. Pero su director no dio el brazo a torcer. Lo único que le molestó, y lo dijo públicamente, es que un medio de la competencia se llevase a uno de sus periodistas. Al mejor, en realidad.
El último viernes de noviembre de 1998 le llamé desde una cabina de teléfono a las doce de la noche a su casa de Madrid desde Benalmádena, donde pasaba unos días de descanso. Sentí que estaba deprimido y al borde del llanto. “El lunes firmo mi renuncia y me voy a Nueva York. Están cerrados en banda y prefieren que me vaya antes que aceptar mis condiciones”, me dijo muy alicaído. Hablamos un buen rato y le pedí que hiciera un último esfuerzo.
Al día siguiente llamé a la directora adjunta del periódico que estaba de guardia por ser sábado. “Si no intervienes, el lunes Alfonso Armada ya no es periodista de tu diario”, le dije a bocajarro. “Es imposible, Gervasio, el director me ha asegurado que está todo resuelto y que se queda con nosotros”, me respondió. Sin sentirme sorprendido, le volví a repetir la misma frase. Lamentablemente esta admirable mujer se marchaba al día siguiente de vacaciones. Y aunque Alfonso intentó renegociar de nuevo, la puerta ya estaba abierta de par en par. Su entonces jefe directo se despidió con unas palabras que le hicieron reír a “mandíbula batiente” durante años: “Además, en Nueva York, a ti que tanto te gustan los negros, tendrás la oportunidad de verlos entrar por la única puerta principal del mundo, la de Naciones Unidas”. Suena a chiste pero demuestra la catadura moral del personaje.
Alfonso Armada ya no es un asalariado pero seguirá siendo un gran periodista. Con su capacidad laboral intacta estoy seguro de que dará muchas alegrías en los próximos años. Reporteros sin Fronteras está de enhorabuena: como presidente de la sección española desde noviembre del año pasado multiplicará su esfuerzo para potenciar a la organización defensora de los derechos de los periodistas. Las editoriales ganan un gran escritor que trabajará horas y horas diarias en pulir los libros que ya se mecen en sus entrañas. Podrá multiplicar sus actividades académicas y permitir que muchas personas se beneficien de sus enseñanzas. Los únicos perdedores: los diarios que se deshacen con tanta facilidad de sus números uno.