Análisis y reflexiones de un caminante
Plácido Díez
“En el territorio de la Unión Europea, quienes son salvados del mar, de acuerdo con el Derecho internacional, deben ser atendidos, sobre la base de un esfuerzo conjunto, mediante su traspaso a centros controlados establecidos en estados miembros, solo de forma voluntaria, donde un proceso rápido y seguro permitiría, con total apoyo de la UE, distinguir entre irregulares y refugiados”, dicen las conclusiones de la reciente cumbre europea en Bruselas.
Si acudimos al Diccionario de la Real Academia Española (RAE), la primera acepción de voluntariedad dice “cualidad de voluntario” y la segunda “determinación de la propia voluntad por mero antojo y sin otra razón para lo que se resuelve”.
La solidaridad, seguimos citando a la RAE, es otra cosa: “apoyo incondicional a causas o intereses ajenos, especialmente en situaciones comprometidas y difíciles”.
Las conclusiones de la cumbre de Bruselas, que tan satisfecho dejaron al primer ministro italiano Conte, se pueden calificar de parche o poco claras pero la pregunta que queda en el aire, en estos tiempos de incertidumbres y falsedades, es si en estos momentos la crisis migratoria es una crisis inventada, de rechazo cultural, religioso e ideológico, que está reforzando a los partidos europeos de extrema derecha.
Un ejemplo llamativo es el de Finlandia en el que el partido de extrema derecha “Verdaderos finlandeses” sumó el 18 por ciento de los votos en las generales de 2015 –en la municipales de dos años más tarde bajó el 9 por ciento- en un país de menos de 6 millones de habitantes con solo un 6 por ciento de inmigrantes, el mayor número procedentes de Estonia, Suecia e Irak.
¿No será como afirmaba Olga Grau en su análisis en “El Periódico de Aragón” que Europa lo que está viviendo es una crisis política que utiliza el debate de la inmigración como arma arrojadiza?
Hace tres años, las llegadas de inmigrantes alcanzaron el millón de personas pero en lo que va de año rondan los 50.000, una variación a la baja del 96 por ciento.
Si nos centramos en los refugiados, los datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados dicen que las llegadas por mar al Mediterráneo occidental, a Italia, Grecia y España, han bajado de 221.454 en octubre de 2015 a 10.495 en mayo de este año.
El propio alcalde de la isla de Lampedusa, Salvatore Martello, reconocía en “The New York Times” que es la situación más tranquila desde 2011 “porque el número de llegadas se ha reducido drásticamente”. Si comparamos imágenes de 2015 y de ahora como ha hecho el diario estadounidense, lo mismo está sucediendo en la estación central de Budapest y en la isla de Lesbos.
Paradójicamente, la crisis migratoria se ha convertido en el asunto central de la cumbre europea, por delante de la reforma de la eurozona (presupuesto único, Fondo Monetario Europeo y garantías para los depósitos de los ciudadanos), de la salida de Gran Bretaña y de la guerra de los aranceles con Trump.
Seguramente ha influido el golpe de efecto del “Aquarius”, el acercamiento desde Sicilia hasta Valencia, a los ojos de todo el mundo, de esa dramática y vergonzosa realidad, el aumento de llegadas a las costas españolas y, sobre todo, la pesada digestión que está haciendo la UE, y en particular Alemania, de las aproximadamente 1.800.000 llegadas no autorizadas desde 2014.
Por primera vez en mucho tiempo, la cancillera Merkel ha acudido a pedir ayuda para salvarse por un lado del tirón populista y de la extrema derecha en su país, personificado en Alternativa para Alemania pero también en su ministro del Interior, bávaro de la aliada CSU, y por otro de los socialdemócratas, con los que gobierna en coalición, que no aceptarían políticas muy restrictivas y duras contra quienes huyen de las guerras, de las persecuciones y del hambre.
Al final, los líderes europeos han dado un paso adelante para blindar más las fronteras europeas, para alentar compensando con ayudas económicas desde el Centro y el Norte de Europa el voluntarismo de los países del Sur que, como España, están en una actitud generosa y humanista, y, en definitiva, para que los países del Sur ( Francia, Italia, España, Grecia y Malta) compartan los flujos migratorios, compartan puertos y acuerdos para separar y distribuir desde nuevos centros de acogida a los que llegan huyendo de las guerras, de las persecuciones o del hambre.
Quedaría sin efecto así el reglamento de Dublín que obliga a los demandantes de asilo a presentar su solicitud en el primer país que pisen. La situación jurídica de los denominados emigrantes económicos, la mayoría de ellos huyendo del hambre, sería mucho más difícil que la de los refugiados. Se abre todo un debate ético sobre esa distinción entre los que huyen de la guerra y los hambrientos que huyen de la pobreza.
El presidente del Consejo Europeo, el polaco Donald Tusk, ha insistido en que se explore fuera de la UE, en los propios países de origen de los emigrantes, la creación de centros de acogida, lo que el denomina plataformas regionales de desembarco.
Una propuesta que se tiene que debatir sosegadamente con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y con la Organización Internacional para las Migraciones porque plantea muchas dudas sobre el respeto a los derechos humanos, la supervisión y la reacción de las mafias que controlan, explotan y se lucran de las rutas hacia Europa, teniendo en cuenta que las vidas de los que huyen de sus países corren peligro.
Complementariamente, se acordó continuar financiando acuerdos como los de Marruecos y Turquía, de miles de millones de euros, y la creación de un fondo fiduciario para África dotado con 500 millones de euros, abierto a aportaciones adicionales para ordenar los movimientos migratorios en el Mediterráneo occidental y se supone que también, además de para negociar con las mafias y las tribus que en países como Libia acaparan el tráfico de personas, para favorecer el desarrollo en los países de los que son originarios los refugiados y emigrantes.